"Sobre el nacionalismo español", Borja de Riquer

Ya hace unos 20 años el conocido sociólogo Juan J. Linz escribió que la historia de los nacionalismos hispánicos era la historia de unos proyectos parcialmente fracasados y de unas frustraciones compartidas ante la imposibilidad de la victoria total de ninguno de ellos. Ni el nacionalismo español, decía Linz, había conseguido construir una nación Estado sólida y plenamente aceptada, ni los nacionalismos alternativos -especialmente el catalán y el vasco- habían alcanzado su objetivo principal: ejercer el poder de un modo exclusivo y soberano en sus territorios. Esta audaz y acertada tesis nunca la hallamos dentro del debate político. La mayoría de los políticos españoles la ignoran porque aceptarla supondría tener que cambiar tantas cosas de su ideario y de su actitud que no osan ni pensarlo.

Si los políticos españoles fueran más sensatos, hace tiempo que se habrían preguntado qué es lo que ha fallado los últimos dos siglos, desde las Cortes de Cádiz, para que la nación española haya estado tan cuestionada y discutida. Si hubieran leído algunos libros de historia, como Mater Dolorosa de José Álvarez Junco -nada sospechoso de procatalanista-, serían mucho más prudentes al pontificar que España es la nación más antigua de Europa. Si los políticos fueran más cultos, probablemente habrían dado más importancia a la advertencia que el año 1835 formuló el diputado Alcalá Galiano cuando señaló que el objetivo de los liberales era "hacer en la nación española una nación, que no lo es ni lo ha sido hasta ahora". Y serían mucho más prudentes en sus planteamientos si recordaran que 75 años después, el 12 de marzo de 1910, Ortega y Gasset sostenía que "dado que España no existe como nación, el deber de los intelectuales es construir España". Ortega no era un atolondrado ni un demagogo, sino un lúcido analista de la realidad española. Un intelectual preocupado ante el hecho de que, tras un siglo de Estado liberal centralista, no se había logrado forjar una sólida, prestigiosa y ampliamente compartida nación de todos los españoles.

La irrupción de los incipientes nacionalismos catalán y vasco, después de la crisis de 1898, no fue analizada por la mayoría de los políticos como un síntoma de la profunda crisis de la identidad española, sino como una muestra de oportunismo político. En vez de preguntarse qué significaba el surgimiento de estos movimientos, prefirieron calificarlos de sediciosos y de reaccionarios dado que cuestionaban la unidad de su nación. Y además consideraron que lo que había fallado era sobre todo el Estado, no la idea de nación.

Los gobiernos españoles han actuado como si "la única nación de los españoles" fuera una realidad incuestionable y se han guiado a partir de dos principios: negarse a reconocer la auténtica naturaleza de la crisis de identidad existente, y creer que para nacionalizar de verdad a los españoles básicamente había que tener más Estado, más administración central y más autoridad. Y así, confundieron nacionalizar con uniformizar, y en vez de intentar convencer con un proyecto de nación sugerente, moderno, progresista y plural, quisieron imponer la imagen más tradicional, rancia y unitaria de España. Fue un grave error político. Las dos dictaduras militares del siglo XX no consiguieron acabar con los nacionalismos alternativos, todo lo contrario, los activaron y legitimaron notablemente, de aquí que los especialistas hablen de la nacionalización "negativa" del franquismo. Es cierto que ha habido momentos de acuerdo y se han pactado soluciones autonomistas, como en el periodo 1931-1936 y el iniciado en 1977, pero han sido siempre más el fruto del pragmatismo político que del reconocimiento sincero de la auténtica naturaleza de la cuestión. Prueba de eso es el actual agotamiento del ambiguo e impreciso régimen de las autonomías.

El nacionalismo español ahora actúa mucho más desacomplejado que antes y se enmascara de patriotismo constitucional, pero sigue basándose en el principio de siempre: la afirmación rotunda de que no hay más nación que la suya -artículo 2 de la Constitución-. Está demasiado impregnado de la pesada herencia uniformista, de aquí que reaccione con intolerancias, brotes coléricos y amenazas ante cualquier cuestionamiento de su monopolio identitario. Sus convicciones democráticas son bien delgadas, lo corrobora su radical negativa a admitir que los ciudadanos de Catalunya tengan tanto derecho a sostener que Catalunya es su nación como los de Burgos o Madrid a defender que la suya es España.

Hoy, jugar a la política democrática implica reconocer la existencia del otro tal como es, guste o no. Y después tratar de resolver el contencioso intentando encontrar soluciones políticas racionales y justas. En las reglas del juego democrático del siglo XXI no caben los menosprecios autoritarios. Se han acabado los procedimientos de los Espartero, Narváez, Primo de Rivera o Franco. Y también los de los Maura o Canalejas. E incluso ya no sirven las recetas de los Azaña o Suárez.

Una de las claves del gran apoyo que ha alcanzado la actual demanda identitaria catalana es haberse presentado básicamente como una cuestión democrática y de dignidad ciudadana de una colectividad. Ante eso, el nacionalismo español se ha quedado notablemente descolocado al hacerse patentes sus intransigencias autoritarias. No hay ninguna duda de que los próximos años asistiremos a importantes cambios políticos, pero no sé si entonces habrá tiempo para negociar algún tipo de proyecto compartido. Las obsesiones de los intolerantes siempre han acabado por provocar el mismo problema político: cuando se han convencido de que más valía pactar, ya era demasiado tarde. Y si no, recordad Cuba.

30-X-14, Borja de Riquer, lavanguardia