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El modelo del Estado totalitario

La esperanza de ganar a Napoleón para la causa de una transformación socialista de la sociedad, no constituía, por lo demás, ningún fenómeno aislado. La objeción de que hombres como Saint-Simón, Fourier y los dos autores de la mencionada obra creyeran en la posibilidad de una ayuda, brindada por Napoleón, únicamente a causa de su aversión íntima contra todas las tentativas revolucionarias, no es válida, pues encontramos tendencias semejantes también en aquellos círculos que habían permanecido fieles a las tradiciones jacobinas, esperando de una dictadura revolucionaria la realización de sus planes socialistas. También Miguel Buonarroti, compañero de Babeuf, y al que Bakunin  calificó como el más grande conspirador del siglo, fundaba sus esperanzas en Napoleón, y creía seriamente que éste estaba destinado a ser el instrumento de una nueva revolución, para acabar lo que la primera había dejado inconcluso.

Cuando Napoleón, en virtud de la sentencia de las grandes potencias europeas fue desterrado a Elba, sus antiguos camaradas en el ejército se acercaron al resto de los jacobinos, formando con ellos asociaciones secretas dirigidas contra el gobierno de Luis XVIII que había sido impuesto en Francia.

Napoleón que poseía una fina comprensión en cuanto a la lógica de los hechos, sabía perfectamente que no podía esperar ayuda alguna de la burguesía francesa, que le habían fríamente abandonado cuando la invasión de los ejércitos aliados. Por lo tanto, se veía obligado a apoyarse en las clases populares más bajas, alimentando a éstas con grandes promesas, a fin de ponerlas en movimiento. Cuando regresó a las Tullerías, el 20 de marzo de 1815, visitó arrabales y fábricas, dejó que los obreros le presentaran informes sobre su situación económica y les prometía que dedicaría el resto de su vida a la paz, para mostrar al mundo que «no era solamente el Emperador de los soldados, sino también de los campesinos y proletarios». Algunos viejos demócratas, antiguos enemigos del Emperador, entraron en el gobierno, para que el pueblo reconociese que se tomaba en serio el prometido «reino de la paz y la democracia». Se abolió la censura y se suprimió el control policíaco sobre el comercio de los libros. Su adversario de muchos años, Benjamín Constant, que se sentaba en el mismo gobierno al lado de Carnot, recibió el encargo de elaborar el proyecto de una nueva Constitución. Fue, en efecto, «una época de vértigo» ese período de los «Cien Días», que había de encontrar un fin tan rápido y sangrienta en la batalla de Waterloo.

Bonapartistas y jacobinos habían abandonado, ya desde el regreso de los Bobones, su viejo feudo, pronunciándose ambos a favor del restablecimiento del Imperio. La política crea a veces extraños compañeros, pero tales pactos, por regla general, suelen celebrarse tan sólo si los pactantes tienen idénticos aspiraciones básicas. Se han hecho diversas conjeturas sobre cómo se hubiera desarrollado el futuro de Europa si Napoleón hubiese tenido la oportunidad de llevar a cabo las reformas sociales que él había prometido. Pero resulta difícil que hubiera cumplido sus promesas de no haber sucumbido tan rápidamente ante sus adversarios militares. Un hombre de su carácter, que se había acostumbrado tan perfectamente a la idea de desempeñar, en Europa, el papel de la providencia, considerando su propia voluntad como ley suprema, difícilmente hubiera sido capaz de ir por otros caminos. No es imposible que realmente abrigase la idea de grandes cambios sociales. Sus planes primitivos de fundir a Europa en una gran unidad económica bajo la hegemonía de Francia así como otras ideas, parecen hablar a favor de esa hipótesis. Pero esas reformas sólo hubieran sido adecuadas a su propia naturaleza: un Estado de termitas sobre la base de una moral de cuartel, que ahogara todo lo individual y lo sometiera al ritmo autómata de una máquina, que todo lo reduce al mismo nivel.

Si Fourier y Saint-Simón creyeron poder ganar a Napoleón para la causa de una gran reforma social fue porque Napoleón, a sus ojos, encarnaba en sí todas las posibilidades que podían facilitar un nuevo desarrollo de la vida social. Esperaban, sin embargo, que un intento serio en esa dirección haría, con el tiempo, superflua toda la base política y militar sobre la que descansaba el dominio del Emperador, sustituyéndola por nuevas instituciones sociales. Fue este un error psicológico, que se explica, sin embargo, teniendo en cuenta la situación política y social de la época.

De modo distinto hemos de juzgar, por otra parte, la posición de Buonarroti y de sus partidarios comunistas posteriores en las sociedades secretas de Francia. Entre ellos y Napoleón existía cierto parentesco interno, aunque ellos no se dieran cuenta de esto. Buonarroti, que antaño había pertenecido al círculo de los íntimos de Robespierre, creía con el mismo fervor en la omnipotencia de la dictadura; lo mismo que a Napoleón, nada le parecía imposible mientras tuviera tras sí a un ejército. También Buonarroti contaba con los hombres como si fuesen números, y si Napoleón estaba convencido firmemente de poder quebrantar toda resistencia por medio de la fuerza, aquél y sus partidarios creían que era preciso forzar a los hombres a realizar su felicidad por medio del terror revolucionario. En el fondo, Napoleón continúo solo, con mayor envergadura, lo que Robespierre y sus discípulos ya habían iniciado, es decir, la centralización de todas las ramas de la vida social. Por tanto, no era, en verdad, el heredero de la Revolución que había proclamado la «Declaración de los Derechos del Hombre», sino tan sólo el representante del jacobinismo, que había convertido estos derechos en coacción, ilustrando su interpretación mediante la guillotina.

A menudo, en la vida política, los extremos se tocan, pero sólo cuando  existen puntos de atracción comunes, que, en ciertas circunstancias, se orientan hacia la misma dirección. Todas las reformas de Napoleón fueron producto de una atmósfera de cuartel. El comunismo igualitario de Babeuf, Bounarroti y de toda la escuela posterior de babeufistas, obedecían a idénticas premisas. Es el parentesco íntimo del pensamiento y del sentimiento lo que lleva a cabo tales alianzas. El pacto en jacobinos y bonapartistas en la época de la restauración; la adhesión que Lassalle buscó en Bismark, y que no encontró, porque no tenía tras sí ninguna potencia equivalente; la alianza entre Stalin y Hitler, que se convirtió en la causa inmediata de la guerra mundial de hoy, todo ello sólo puede comprenderse así. En todos estos casos se trata de determinadas consecuencias de principios absolutistas idénticos, aunque bajo diferentes formas. Al que no comprenda profundamente esas relaciones internas, nada podrá revelarle la historia.

Toda la escuela babeufista del socialismo, que encontró sus representantes en hombres como Barbés, Blanqui, Teste, Voyer d`Argenson, Bernard, Meillard, Nettré, etc., quienes al desplegar su actividad en asociaciones secretas tales como la «Sociedad de las Familias» y la «Sociedad de las Estaciones» se mostraban absolutamente autócratas en todas sus tendencias. Según un informe secreto que fue aceptado en 1840 por todas las secciones de la sociedad, un directorio compuesto de tres personas había de organizar la sublevación próxima; después de la victoria, el mismo directorio sería instituido como gobierno provisional. En lo sucesivo ese cuerpo dictatorial debía ser elegido no por el pueblo, sino por los conspiradores mismos. El gobierno asumiría la dirección de la industria, así como la agricultura y la distribución de los productos. Para establecer la igualdad hacia el Estado, los niños, a partir de los cinco años de edad, serían quitados a sus padres para ser educados en institutos oficiales. De este modo, pues, los socialistas elaboraron ya el modelo de Estado totalitario. También la idea de Lenin del «revolucionario profesional» no es sino una copia del «estado mayor revolucionario» de Blanqui. La «idea monárquica» a la que Proudhon había declarado la guerra, estaba arraigada más profundamente de lo que pudiera sospechar, y como, aún hoy día no ha perdido su efecto.

También la escuela socialista de Esteban Cabet, Luís Blanc, Constantino Pecqueur y de otros más, está impregnada de pensamientos absolutistas. Sólo en Fourier y sus partidarios encontramos a menudo ideas liberales y tendencias conscientemente federalistas. El socialismo inglés de la vieja escuela, así como el posterior, muestra un espíritu mucho más liberal, porque las grandes corrientes de ideas liberales ejercieron una influencia mucho mayor sobre sus representantes; lo mismo sucede en España, donde las tradiciones federalistas estaban arraigadas más profundamente en el pueblo, desarrollándose el socialismo anarquista y convirtiéndose en un movimiento de masas. E igual podemos decir de Italia, donde las doctrinas de Pisacane y del socialismo libertario constituyeron un eficaz contrapeso frente a las tendencias autoritarias de la época.

Saint-Simón y las teorías de la época

Entre los socialistas de la vieja escuela no sólo encontramos muchas veces una hostilidad pronunciada contra todas las aspiraciones liberales y un coqueto manifiesto con las concepciones del absolutismo político, sino incluso inclinaciones teócratas, que procedían directamente de las concepciones del catolicismo romano. Así es especialmente en los discípulos de Saint-Simón y en los partidarios del llamado comunismo teosófico. Entre las doctrinas de Saint-Simón y los conceptos sociales vestidos en su escuela por sus discípulos existe una divergencia tan grande que resulta imposible, a menudo, la conciliación; y sólo podríamos calificarla como una degeneración de las ideas originarias del maestro. Entre los grandes precursores del socialismo, Saint-Simón fue, no cabe duda, una de las figuras más notables, pues con sus ideas, fecundó todas las tendencias socialistas posteriores desde las marxistas hasta las anarquistas. Sus amplios conocimientos y su extraordinaria facultad de observación histórica le dieron lugar junto a los más importantes pensadores de su época, lugar que mantiene con indiscutible derecho. Se le ha llamado una «naturaleza de Fausto», y no sin razón, pues él llamó a muchas puertas ocultas; y el hambre eterna de conocimientos cada vez más profundos, constituye el constituye el contenido de toda su vida singular, tan rica por su originalidad emocionante en grandeza trágica.

Saint-Simón  nunca estableció una teoría determinada en cuanto a la solución del problema social, ni tampoco se perdió en la búsqueda de representaciones abstractas, como lo hicieron sus discípulos posteriores. Su enorme superioridad intelectual queda demostrada por el hecho de que una serie de espíritus importantes de su época no pudieran sustraerse al hechizo de sus  pensamientos. Augustín Thierry, el gran historiador francés; el geólogo Le Play; Augusto Comte, el fundador de la «filosofía positivista»; el jurista Lerminier; H. Carnot, que fue más tarde ministro de Instrucción Pública; compositores como León Halévy y F. David; ingenieros como Barrault, Mony y Lesseps, el constructor del Canal de Suez; economistas y financieros como Michel Chevalier, Adolph Blanqui, O. Rodríguez, Emile Péreire; hombres que más tarde había de desempeñar un papel destacado en el movimiento socialista, como por ejemplo, A. Bazard, P. Enfantin, P. Leroux, J. Reynaud, Ph. Buchez y muchos más, todos ellos salieron de la escuela de Saint-Simón o bien sufrieron una fuerte influencia de sus concepciones. También Enrique Heine y la novelista Jorge Sand se sintieron un espíritu muy superior podía dar lugar a producir un influjo tan fuerte y duradero.

La verdadera grandeza de Saint-Simón radica en su brillante juicio sobre las nuevas condiciones económico-políticas, resultado de la Revolución francesa, así como en sus profundas ideas sobre la importancia de la industria moderna, a la que consideró, con razón, como uno de los factores más decisivos para el desarrollo económico y político de la sociedad europea. Al mismo tiempo, la industria no significaba para él tan sólo un fenómeno material, sino también un elemento espiritual, pues por medio de ella, el espíritu podía vencer a la materia y crear, a la vez, ciertas normas éticas de vida, que no conocía la vieja sociedad: la valorización del trabajo humano.

Saint-Simón fue uno de los primeros grandes filósofos sociales que trazaron un límite neto entre la organización política del Estado y la estructura natural de la sociedad, tratando de determinar claramente la esfera de influencia de ambos. En su escrito Du systéme industriel (1821) atribuye el estallido de la Gran Revolución a la tutela ejercida pro el Estado y la regulación de la industria, extrayendo de ello la conclusión de que el peso principal de toda actividad humana no debía basarse en las formas políticas del gobierno, sino en las condiciones económicas y generales de la época. Mientras la humanidad no había aún sobrepasado su estado de infancia, la tutela ejercida por el gobierno no era sino una función natural, fundada en las mismas circunstancias que la tutela ejercen los padres sobre el hijo. Pero lo mismo que el hombre adulto deja de necesitar esa tutela y en su madurez traza su vida conforme a sus propias necesidades y con su propia responsabilidad, así también la humanidad, como totalidad, ha de suprimir, poco a poco, al gobierno, aprendiendo a ser independiente. «El arte de gobernar a los hombres desaparecerá para dar lugar a un nuevo arte: el de administrar las cosas». La época de la madurez social se inicia según Saint-simón, con la creación de la industria. Y ésta no sólo ha de liberar a los hombres de la maldición de la pobreza, sino también de la necesidad de ser gobernados.

Más los discípulos de Saint-simón no supieron qué hacer con las ideas luminosas del maestro, las que Proudhon acogió y desarrolló mientras ellos se convirtieron no sólo en los representantes de un nuevo catolicismo, sino también de una nueva jerarquía, a la que llamaban la «Iglesia santsimoniana». El fin al que aspiraban era una teocracia social, en la que los representantes del arte, de la ciencia y del trabajo habían de constituir la estructura interna del Estado. En oposición a la mayoría de tendencias socialistas, los saintsimonianos eran adversarios de la República, pues veían en la forma republicana del Estado la expresión de una escisión interna. «La República», dijo Rodríguez, «es imposible: nunca se realizará. Desaparecerá hasta su nombre, que será sustituido por el de asociación. Es un error creer que el saintsimonismo es republicano».

Mientras que los representantes de la escuela liberal querían impedir el abuso del poder público por medio de una división de los poderes y, sobre todo, por la separación del poder legislativo y del ejecutivo, los saintsimonianos veían en esta división tan sólo un fraccionamiento de las fuerzas sociales, que habría de conducir fatalmente a una corrupción de la comunidad. Ellos aspiraban a la unión de todos los poderes políticos y sociales, concentrados en una solo persona. «El jefe de Estado es, al mismo tiempo, legislador y juez. El determina las líneas directrices del orden público y decide sobre su aplicación. El es la ley viva, el órgano del que procede todo, elogio y censura».

Como, según la concepción de los saintsimonianos, la existencia material de los hombres se halla ligada estrechamente a la religión, la nueva iglesia, como unión sintética y unidad orgánica, se eleva sobre todas las estructuras de la vida económica y social. Por ello, toda la dirección de la sociedad descansa en manos del sacerdote, pues la iglesia deja de ser una institución de la sociedad y se convierte en la sociedad misma. Todo el orden social se edifica sobre la base de tres grandes principios: «amor, pensamiento y fuerza», representados por tres clases sociales: artistas, sabios y trabajadores, que forman la jerarquía de la vida social. En una tal comunidad no hay lugar para intereses individuales y personales; todo lo individual desaparece fundiéndose en el organismo de la sociedad. El sacerdote es el intermediario en todas las relaciones sociales. No sólo decide sobre los asunto de la vida espiritual, sino que también asigna su lugar a cada miembro de la comunidad y cuida el equilibrio social mediante una distribución justa de la producción general y el reparto adecuado de los productos del trabajo.

La «Asociación Universal de Trabajadores» de los saintsimonianos posee el carácter de una teocrática social, a cuya cabeza se halla el Papa industrial, cuyas órdenes cada individuo tiene que obedecer sin objeción, ya que son obligatorias para todos de igual modo. Es el modelo de un Estado totalitario que mantiene las manifestaciones de la vida dentro de los rieles justos, cuidando que cada uno reciba la parte que le corresponda en virtud de su posición y rango social. Se trata de la representación de una iglesia social como símbolo de la fraternización humana, iglesia que asigna a cada individuo el lugar que ha de ocupar para hacer prosperar los intereses de la comunidad. Ese era el ideal político de los saintsimonianos, los cuales, conciente o inconcientemente, se encuentran, en ese punto, con los representantes rigurosos del principio absolutista de autoridad. También su organización tenía el sello teocrático de una nueva iglesia. Esta era dirigida por un «Sagrado Colegio», a cuya cabeza figuraban como sacerdotes supremos, Bazard y Enfantin. Poseía comunidades, obispados y sedes episcopales en París, Tolosa, Angers, Lyon, Metz, Blois, Burdeos, Nantes, Limoges, Tours, Dijon y una serie de ciudades, contando con representantes activos también en el extranjero, sobre todo en Bélgica.

Particularmente después de la muerte de Bazard, cuando Enfantin se convirtió en cabeza única, o «Padre» de la nueva iglesia, el fervor religioso de sus adeptos cobró, a menudo, un carácter que hoy día difícilmente podemos explicar. Por ejemplo, le escribió una vez Reynaud, desde Córcega: «El beso de mi padre me dará fuerzas; su palabra, elocuencia. Pongo toda mi confianza en mi Padre, pues sé que él conoce mejor a sus hijos que éstos así mismos. Y, sin embargo, ¿por qué empiezo a temblar al sentir su cercanía?» Y Barrault, uno de los oradores más brillantes, y apóstol de la nueva iglesia, escribió a Enfantin: «Padre, ¡tu eres el mensajero de Dios en la tierra y el rey de todos los pueblos! Jerusalén vio a su Cristo y no lo reconoció. París ha visto tu rostro y ha a oído tu voz. Pero Francia solo conoce tu nombre».

No cabe duda que Enfantin estimuló ese bochornoso fervor religioso para dar a su influencia una base espiritual, contra la que se estrellaban los argumentos del sentido común. Si con ello comparamos la actitud de la iglesia política del comunismo moderno, cuyos ciegos miembros siempre se hallan dispuestos, por orden superior, a calumniar todo lo que aun ayer habían celebrado, se nos hacen comprensibles muchas cosas que nos parecen extrañas al estudiar aquella época desvanecida.

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