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Las concepciones autoritarias

La influencia de las diferentes corrientes políticas sobre el desarrollo del pensamiento socialista, pueden ser determinada netamente en cualquier país, y a impreso un sello especial que se manifiesta, sobre todo, en l actitud que asumen sus partidarios frente al Estado. No existe, en efecto, concepción política alguna, desde la teocracia hasta la **anarquía** que no haya encontrado cierta expresión en el movimiento socialista. Los grandes precursores del socialismo moderno tenían en común una cosa: veían en la desigualdad de las condiciones económicas la verdadera causa de todos los males sociales, y se esforzaban en llevar esa convicción a la conciencia de sus contemporáneos. Saint-Simón y Fourier habían presenciado las tempestades de la Gran Revolución, y también Owen había sido testigo de las repercusiones inmediatas que tuvo el gran drama histórico en cuanto a la nueva estructura de Europa. La mayoría de sus discípulos procedían de la época del primer Imperio; por lo tanto habían visto directamente los efectos inmediatos de la Revolución, así como el bonapartismo y las tendencias contrarrevolucionarias del período de la restauración, juzgándolo, muchas veces, de modo muy distinto de cómo lo hicieron las generaciones posteriores, las cuales conocían todo aquello tan sólo a través de las descripciones de los historiadores, pues las impresiones vivas que recibimos del acaecer inmediato suelen ser muy diferentes de las representaciones que nos formamos a través de la respectiva del tiempo.

Al considerar las ideas y actividades de aquellos primeros portavoces del socialismo en relación con su época, comprendemos su posición, con todos sus aspectos fuertes o débiles, sin tener que recurrir a esa clasificación, arbitraria e insignificante, de socialismo «utópico» y socialismo «científico». El hecho es que hombres como Saint Simón, Considerant, Blanc, Vidal, y, sobre todo Proudhon en modo alguno consideraban al socialismo como revelación del cielo, sino como resultado natural del desarrollo económico, llegando así a conclusiones que tampoco lograron superar los pretenciosos representantes del llamado «socialismo científico».

Con excepción de aquellas tendencias cuyas aspiraciones procedían, de modo inmediato, de las tradiciones políticas del jacobinismo, de la doctrina comunista de Babeuf y de su «conjura de los iguales», casi todas las escuelas del socialismo de Francia e Inglaterra tienen de común considerar que la realización de sus fines podían lograrse mediante una transformación pacífica de las instituciones sociales y la educación de las masas. Algunos han querido explicar ese rasgo característico por la carencia personal de temperamento revolucionario; otros destacan en él una extraña ignorancia de las «leyes de desarrollo social». Para ambas tentativas de explicación carecen de validez, por el mero hecho de que no toman en consideración el fundamento del problema.

Muchos de aquellos llamados «utopistas» desempeñaron un papel importante en las conspiraciones de las sociedades secretas  contra los Borbones. Entre ellos se hallan precisamente aquellos que, más tarde, como representantes de la nueva doctrina, nada esperaban de las insurrecciones revolucionarias. Bazard, Leroux, Buchez, Cabet y muchos otros fueron los miembros más activos de la Carbonaria francesa. Algunos de ellos habían estado afiliados a la sociedad secreta de los «Amigos de la verdad». Buchez, el cual, después de la fracasada tentativa de la sublevación de 1821, había sido detenido y juzgado, escapó a la muerte gracias a un solo voto. Fue su amistad con Saint-Simón la que le llevó a otros caminos. Saint-Simón mismo, en su juventud, había participado en la sublevación de las colonias norteamericanas contra Inglaterra, y había combatido bajo el mando de Washington. Por tanto, difícilmente podría afirmarse que las inclinaciones revolucionarias fueran completamente ajenas a aquellos hombres. El hecho de que, después de experimentar un esclarecimiento interior por medio del socialismo, dejaran de esperar el éxito de los movimientos insurreccionales se explica teniendo en cuenta la nueva dirección de su pensamiento, así como por las condiciones prevalecientes en su tiempo. Habían reconocido que las raíces del mal social se hallaban a demasiada profundidad para que fuera posible eliminarlas simplemente mediante medidas violentas; además, no se podía esperar, en aquel entonces, apoyo de alguno de las masas agotadas por las largas guerras y sus consecuencias secundarias.

Así sucedió que la educación de las masas se convirtió, para la mayoría de los antiguos socialistas, en campo esencial  de su actividad. Las experiencias dolorosas de la época les habían enseñado que una transformación más radical de la vida resulta imposible mientras que en la fracción pensante del pueblo no se hallan presididas aún las nuevas ideas, y no se encuentre ésta convencida de la magnitud de la tarea que le incumbe. Las últimas palabras de Saint-Simón, dirigida a su discípulo predilecto Rodríguez, «no olvides nunca, hijo mío, que es preciso tener el corazón lleno de entusiasmo por una idea para poder llevar a cabo grandes cosas», son la expresión más profunda de ese conocimiento. Pues las condiciones externas de vida no son sino el suelo alimenticio del que brotan las ideas de los hombres; pero son las ideas mismas las que hacen a los hombres aptos para cualquier nueva forma de existencia social y crean nuevas condiciones de vida.

Porque también la fe en la omnipotencia de la revolución no es, al fin y al cabo sino una ilusión que ha hecho mucho daño. Las revoluciones no hacen sino desarrollar los gérmenes que ya existían anteriormente y que penetraron profundamente en la conciencia de los hombres. Pero no pueden crear ellas mismas esos gérmenes, haciendo surgir de nuevo mundo de la nada. Una revolución es el desencadenamiento de nuevas fuerzas que ya actuaban dentro del seno de la vieja sociedad; fuerzas que cuando ha llegado el momento, hacen saltar las viejas ligaduras, cual niño que, habiendo cumplido su tiempo de embrión, hace reventar la vieja envoltura para iniciar su propia existencia. Es característica de la naturaleza de la revolución, la circunstancia de que la renovación de las condiciones sociales de vida no proceda desde arriba, sino que dependa de la actividad inmediata de amplías masas del pueblo, sin las cuales sería imposible una transformación auténtica. En este aspecto, la revolución supone siempre la conclusión de un terminado proceso de desarrollo, y al mismo tiempo, representa el camino de una nueva estructura de la sociedad.

Pero ese rejuvenecimiento de la vida social por medio de la revolución sólo es concebible, sin embargo, cuando tiene lugar una expansión cada vez mayor de nuevas ideas y representaciones dentro del viejo cuerpo social; y también depende del modo más o menos decisivo de actuación de sus representantes. Al destacarse cada vez más, hasta quedar desnudas, las viejas formas de vida; al desarrollarse nuevas formas de valor, morales y sociales, se da lugar, paulatinamente, a una nueva atmósfera espiritual, cuya expansión continua socava el prestigio de las viejas instituciones sociales y de sus representantes, hasta que éstas se desmoronan completamente, incapaces de toda resistencia. El primer impulso hacia una transformación verdadera procede siempre de las minorías intelectuales vivas; pero la revolución sólo llega al despliegue total de sus fuerzas cuando amplias masas del pueblo se hallan imbuidas de necesidades de un cambio radical de las condiciones sociales, desarrollando actividades en esa dirección. En un principio, la multitud lucha instintivamente, hasta que los impulsos se condensan, en grandes partes del pueblo, convirtiéndose en conceptos firmes y en convicciones íntimas.

Sin tener lugar tal desarrollo intelectual, no es concebible una revolución. Es la primera condición previa cualquier cambio social, que estimula al pueblo a la resistencia y le da una mayor conciencia de su dignidad humana. Cuanto más profundamente penetran las nuevas ideas en las masas, ejerciendo su influjo sobre el pensamiento de los hombres, tanto más imborrables son las huellas que dejan en la vida de la sociedad. Por eso sería completamente erróneo considerar la revolución meramente como una transformación violenta de las viejas formas sociales dando la máxima importancia a la parte destructora de su obra. El aspecto destructor de la revolución no constituye sino un fenómeno secundario, que depende casi exclusivamente del grado de resistencia que ofrece el adversario. No en lo que destruye, sino en lo nuevo que crea, y que ello ayuda a dar la vida, se revela su esencia. Son las tendencias creadoras, que ella libera de las tenazas de las viejas formas sociales, las que dan a la revolución su importancia social e histórica.

Una revolución, por tanto significa mucho más que un mero motín callejero, cuyos motivos están determinados por varios accidentes, cosa que nunca ocurre tratándose de una revolución auténtica., pues ésta constituye siempre el último eslabón en la cadena de un largo proceso de desarrollo, que sólo llega al término final por medios violentos. Allí donde no existen esas condiciones previas, una sublevación, en el mejor de los casos, podría producir un cambio superficial de las condiciones políticas, haciendo ascender al poder a nuevos partidos políticos; pues el pueblo aun no se hallará maduro para un conocimiento más profundo, esperando por tanto su salud únicamente de un nuevo gobierno, como el creyente en la providencia divina.

La violencia por sí misma no crea nada nuevo. En el mejor de los casos, puede eliminar viejas y gastadas normas y abrir los senderos hacia un nuevo desarrollo, si las posibilidades fueran favorables. Pero no puede dar luz a ideas que primero han de prosperar y madurar en el cerebro de los hombres, antes de manifestarse en forma práctica. En este aspecto, la violencia ha sido, en mayor envergadura, en la historia, una característica típica de la reacción, que se servía de ella para estrangular cualquier impulso creador y fijar el pensamiento de los de los hombres dentro de determinadas formas, mientras que la revolución tendía precisamente hacia lo contrario, allanando, sólo por esto, el camino para todos los cambios sociales más profundos.

La ruptura, mediante la violencia, con todas las viejas formas, muertas ya internamente, constituye a menudo el único medio para abrir camino a nuevas formas, pero nada tiene que ver con el «culto de la violencia», que se preconiza, sistemáticamente, por la reacción. Esta es la causa también de cada revolución, tan pronto como desemboca en un nuevo sistema de violencia, ejercido por determinado partido, pierde su verdadero carácter y da lugar a la contrarrevolución.

El que desconoce este hecho por mucho que presuma de convicción revolucionaria, sigue siendo, en el fondo de su ser, tan sólo un partidario revolucionario del golpe de Estado, el cual, conciente o inconcientemente, se halla en el campo de la contrarrevolución. Max Nettlau dio una expresión muy profunda a esta concepción:

La idea babeufista y blanquista, que preconiza la llegada violenta al poder estatal y la dictadura, se aceptó, sin previo examen concienzudo, también fuera de aquellos círculos concienzudamente autoritarios: surgió la creencia en la omnipotencia de la revolución. Por mucho que ya lo desee, y por mucho que respete esa creencia, su origen, sin embargo, es autoritario: es un pensamiento napoleónico que desconoce, lo cual no tiene importancia para los autoritarios, la auténtica penetración de cada individuo por el espíritu, el sentimiento y la comprensión sociales. El hecho de que éstos automáticamente se coloquen en una situación mejorada, es otro supuesto algo sumario, y no constituye una prueba convincente de que la nivelación alcanzada por el terror, sea ningún argumento a favor de las revoluciones autoritarias.

El absolutismo punto de partida del socialismo autoritario

La mayoría de los precursores del socialismo no esperaban nada, a favor de su causa, de las conjuraciones e intentos de sublevación, porque muchos de ellos, por propia experiencia, habían visto la esterilidad de tales intentos; otros extraían las conclusiones de los resultados inmediatos de la historia contemporánea. Comprendían que era posible querer, por medio de la violencia, llevar las cosas a su madurez, puesto que se hallaban en la primera fase de su desarrollo natural y que, por el momento, sólo habían encontrado un eco espiritual en una pequeña minoría. Su concepción es tanto más comprensible cuanto que, en su caso, no se trataba de un cambio de gobierno ordinario, sino de la transformación de todas las condiciones sociales de la vida, objetivo imposible de lograr sin contar con la disposición espiritual de amplias masas populares. No era pues ni ingenuidad personal ni inconsistencia en las convicciones lo que dio lugar a semejantes reflexiones, sino tan sólo la total importancia de unos individuos situados en una época que había perdido todas las vinculaciones sociales, conociendo únicamente las órdenes de mando y una sumisión sin resistencia.

Más tampoco los grandes precursores del socialismo pudieron sustraerse a las influencias autoritarias del tiempo, por mucho que sus ideas se hubieran adelantado a la época. Las concepciones liberales, que en otro tiempo habían encontrado expresión en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, habían pasado al segundo plano al nuevo absolutismo de Napoleón, herederos de la Revolución. Los pueblos se habían nuevamente transformado en rebaños, cuyo destino descansaba en manos de nuevos hombres superiores, que le daban forma. El jacobinismo había refrescado la creencia en la omnipotencia del Estado, creencia que, debido a la Revolución, había perdido su brillo durante algún tiempo. Pero Napoleón, por su propia autoridad, se había convertido en «mecánico que inventa la máquina», como Rousseau solía llamar al legislador. Los inmensos éxitos militares y políticos del conquistador corso en todo el continente, desencadenaron una verdadera ola de admiración, que sobrevivió a su caída. La creencia milagrosa en los «grandes héroes» de la historia, los cuales moldeaban, a su antojo, el destino de los pueblos, cual panadero que amasa la pasta, celebraba sus mayores triunfos y hacía que se turbara la mirada de los hombres ante todo suceso orgánico. La fe en la omnipotencia de la autoridad se convirtió, de nuevo, en el contenido de la historia y encontró expresión en los escritos de Haller, Hegel, De Maestre, Bonald y otros más. El lema de De Maestre: «Sin Papa, no hay soberanía, no hay unidad; sin unidad, no hay autoridad; sin autoridad no hay orden», se convirtió en el leitmotiv de esa nueva reacción que se iba extendiendo sobre toda Europa.

Sólo al tener en cuenta la época en que el espíritu de autoridad celebraba sus mayores triunfos, cuando no existía ninguna contracorriente política capaz de debilitar el sentimiento de dependencia total, podemos explicarnos el que Saint-Simón, en 1813, escribiera su famosa carta a Napoleón a fin de estimular a éste a llevar a cabo una reorganización de la sociedad Europea; o que Roberto Owen dirigiera un largo escrito a Federico Gentz, escritor tan espiritual como falto de carácter, a sueldo de Santa Alianza, para proponerle que presentara ante el congreso de los príncipes Aquisgrán (1818) sus planes para combatir la miseria social; o bien como Fourier hiciera una sugestión semejante cerca del ministro de justicia de Napoleón, esperando, más tarde, durante diez años, al hombre que  había de poner a su disposición un millón de francos, suma con la que pretendía hacer un ensayo práctico, de gran envergadura, para la realización de sus ideas.

En el año de 1809 apareció, en París, una obra en dos tomos titulada La philosophie du Ruvarebohni, uno de los productos más in geniosos de la literatura socialista de aquella época.  La obra contiene toda una serie de reflexiones brillantes sobre las bases de una sociedad socialista, en el detalle de las cuales no podemos entrar. Lo característico en este libro es que su autor imagina la liberación de la sociedad por el gran jefe Poleano, el cual, con ayuda de las investigaciones científicas de los más grandes sabios del pueblo de los Icanarfs, inicia y dirige el gran renacimiento de la humanidad. Lo mismo que el cónsul romano Cincinato, que después de la guerra volvió a su arado, así el gran Poleano renuncio a voluntariamente a su poder, para vivir igual que sus conciudadanos, gozando con ellos los frutos de la obra que había llevado a cabo tan brillantemente. Poleano no es, desde luego, sino una deformación de Napoleón y el pueblo de Icanarfs es otra designación para el de los franceses (francais).

Sin duda, los autores de ese extraño libro se sintieron estimulados a escribirlo por los múltiples planes de Napoleón, mediante los cuales éste esperaba romper la resistencia de los ingleses y convertir la industria francesa en la primera del mundo. Sus innumerables conferencias con hombres de ciencia, técnicos, industriales y representantes del alto capital, así como con aventuraros de toda laya, impostores y toda clase de charlatanes, cuyo único objetivo era el de llenarse los bolsillos, sólo tenían a la vista esa única meta. En tales circunstancias era comprensible que nuestros dos filósofos abrigaran la esperanza de ganar al emperador para sus proyectos, haciendo del absolutismo el punto de partida del socialismo.

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